Hoy en el trabajo me he dado cuenta cuanto quiero a mis mayores. Supongo que primero debería decir cual es mi trabajo.
En alguna entrada anterior he comentado que soy fisioterapeuta, pero lo que no he dicho es que soy experta en geriatría y gerontología, cosa algo raro hoy por hoy todavía. La mayoría de mis colegas se decantan por la fisio deportiva o la traumatología, pero a mi, lo que realmente me gusta, es el poder hacer pasar a la población mayor un buen tramo final de su vida.
Trabajo en un centro de día con 40 usuarios, a ver cual de todos es más encantador... (miento, ciertamente hay algunos a los que no soporto). Tengo un paciente, Paco, que con sus 84 años, sus 4 operaciones de rodilla y cadera y su poco equilibrio, está lleno de vida, lleno de historias que contar y cosas que enseñarme. Se enfada conmigo todos los lunes porque le obligo a hacer su horita de pesas semanal y le riño cuando se duerme en la gimnasia, pero es un enfado pasajero.
Micaela, por ejemplo, es la típica victima que se compadece a si misma por todo lo que le pasa y siempre esta mareada. Antonia es dicharachera y alegre, pero su gran bocaza me mete en un lío tras otro (culpa mía por contarle las cosas..XD).. Y así podría estar contándoos historias del día a día de los 40 pacientes que tengo.
Aún así, con sus grandes virtudes y sus grandes defectos, me enseñan, día a día, grandes verdades de la vida. Me enseñan a querer incondicionalmente, me enseñan a defender mis ideales (Vicente estuvo preso, por rojo, en la época de Franco). Me enseñan que nunca es tarde para ilusionarse de nuevo y nunca se es demasiado mayor para aprender cosas nuevas (Antonia, a sus 79 años, ha aprendido a leer y a escribir).
Son mi familia, son esos abuelos que perdí de tan pequeña, son unos maestros encontrados por casualidad que con sus historias me enseñan las verdades de la vida.
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